Cosmovisión mítica, épica y trágica

martes, 7 de noviembre de 2017
domingo, 22 de octubre de 2017
"Electra" de Sófocles
Dejo el enlace que envía a la obra en formato PDF.
http://ww2.educarchile.cl/UserFiles/P0001/File/articles-100345_Archivo.pdf
http://ww2.educarchile.cl/UserFiles/P0001/File/articles-100345_Archivo.pdf
"Medea" de Eurípides
Acá, el enlace para descargar la obra en PDF.
http://www.dominiopublico.es/libros/E/Euripides/Eur%C3%ADpides%20-%20Medea.pdf
http://www.dominiopublico.es/libros/E/Euripides/Eur%C3%ADpides%20-%20Medea.pdf
"Antígona" de Sófocles
Dejo el enlace para descargar la obra en PDF.
https://dramaticas.una.edu.ar/assets/files/file/artes-dramaticas/2014/2014-ad-una-cpu-2015-texto-antigona-sofocles.pdf
https://dramaticas.una.edu.ar/assets/files/file/artes-dramaticas/2014/2014-ad-una-cpu-2015-texto-antigona-sofocles.pdf
lunes, 9 de octubre de 2017
"Biografía de Tadeo Isidoro Cruz" de Jorge Luis Borges
Biografía de Tadeo Isidoro Cruz
(1829-1874)
(El Aleph (1949)
(1829-1874)
(El Aleph (1949)
I'm looking for the face I had
Before the world was made.
Yeats: The Winding Stair.
Before the world was made.
Yeats: The Winding Stair.
El seis de febrero de 1829, los montoneros que, hostigados ya por Lavalle, marchaban desde el Sur para incorporarse a las divisiones de López, hicieron alto en una estancia cuyo nombre ignoraban, a tres o cuatro leguas del Pergamino; hacia el alba, uno de los hombres tuvo una pesadilla tenaz: en la penumbra del galpón, el confuso grito despertó a la mujer que dormía con él. Nadie sabe lo que soñó, pues al otro día, a las cuatro, los montoneros fueron desbaratados por la caballería de Suárez y la persecución duró nueve leguas, hasta los pajonales ya lóbregos, y el hombre pereció en una zanja, partido el cráneo por un sable de las guerras del Perú y del Brasil. La mujer se llamaba Isidora Cruz; el hijo que tuvo recibió el nombre de Tadeo Isidoro.
Mi propósito no es repetir su historia. De los días y noches que la componen, sólo me interesa una noche; del resto no referiré sino lo indispensable para que esa noche se entienda. La aventura consta en un libro insigne; es decir, en un libro cuya materia puede ser todo para todos (1 Corintios 9:22), pues es capaz de casi inagotables repeticiones, versiones, perversiones. Quienes han comentado, y son muchos, la historia de Tadeo Isidoro, destacan el influjo de la llanura sobre su formación, pero gauchos idénticos a él nacieron y murieron en las selváticas riberas del Paraná y en las cuchillas orientales. Vivió, eso sí, en un mundo de barbarie monótona. Cuando, en 1874, murió de una viruela negra, no había visto jamás una montaña ni un pico de gas ni un molino. Tampoco una ciudad. En 1849, fue a Buenos Aires con una tropa del establecimiento de Francisco Xavier Acevedo; los troperos entraron en la ciudad para vaciar el cinto: Cruz, receloso, no salió de una fonda en el vecindario de los corrales. Pasó ahí muchos días, taciturno, durmiendo en la tierra, mateando, levantándose al alba y recogiéndose a la oración. Comprendió (más allá de las palabras y aun del entendimiento) que nada tenía que ver con él la ciudad. Uno de los peones, borracho, se burló de él. Cruz no le replicó, pero en las noches del regreso, junto al fogón, el otro menudeaba las burlas, y entonces Cruz (que antes no había demostrado rencor, ni siquiera disgusto) lo tendió de una puñalada Prófugo, hubo de guarecerse en un fachinal: noches después, el grito de un chajá le advirtió que lo había cercado la policía. Probó el cuchillo en una mata: poro que no le estorbaran en la de a pie, se quitó las espuelas. Prefirió pelear a entregarse. Fue herido en el antebrazo, en el hombro, en la mano izquierda; malhirió a los más bravos de la partida; cuando la sangre le corrió entre los dedos, peleó con más coraje que nunca; hacia el alba, mareado por la pérdida de sangre, lo desarmaron. El ejército, entonces, desempeñaba una función penal; Cruz fue destinado a un fortín de la frontera Norte. Como soldado raso, participó en las guerras civiles; a veces combatió por su provincia natal, a veces en contra. El veintitrés de enero de 1856, en las Lagunas de Cardoso, fue uno de los treinta cristianos que, al mando del sargento mayor Eusebio Laprida, pelearon contra doscientos indios. En esa acción recibió una herida de lanza.
En su oscura y valerosa historia abundan los hiatos. Hacia 1868 lo sabemos de nuevo en el Pergamino: casado o amancebado, padre de un hijo, dueño de una fracción de campo. En 1869 fue nombrado sargento de la policía rural. Había corregido el pasado; en aquel tiempo debió de considerarse feliz, aunque profundamente no lo era. (Lo esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche fundamental: la noche en que por fin vio su propia cara, la noche que por fin oyó su nombre. Bien entendida, esa noche agota su historia; mejor dicho, un instante de esa noche, un acto de esa noche, porque los actos son nuestro símbolo.) Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. Cuéntase que Alejandro de Macedonia vio reflejado su futuro de hierro en la fabulosa historia de Aquiles; Carlos XII de Suecia, en la de Alejandro. A Tadeo Isidoro Cruz, que no sabía leer, ese conocimiento no le fue revelado en un libro; se vio a sí mismo en un entrevero y un hombre. Los hechos ocurrieron así:
En los últimos días del mes de junio de 1870, recibió la orden de apresar a un malevo, que debía dos muertes a la justicia. Era éste un desertor de las fuerzas que en la frontera Sur mandaba el coronel Benito Machado en una borrachera, había asesinado a un moreno en un lupanar; en otra, a un vecino del partido de Rojas; el informe agregaba que procedía de la Laguna Colorada. En este lugar, hacía cuarenta años, habíanse congregado los montoneros para la desventura que dio sus carne a los pájaros y a los perros; de ahí salió Manuel Mesa, que fue ejecutado en la plaza de la Victoria, mientras los tambores sonaban para que no se oyera su ira; de ahí, el desconocido que engendró a Cruz y que pereció en una zanja, partido el cráneo por un sable de las batallas del Perú y del Brasil. Cruz había olvidado el nombre del lugar; con leve pero inexplicable inquietud lo reconoció... El criminal, acosado por los soldados, urdió a caballo un largo laberinto de idas y de venidas; éstos, sin embargo lo acorralaron la noche del doce de julio. Se había guarecido en un pajonal. La tiniebla era casi indescifrable; Cruz y ¡os suyos, cautelosos y a pie, avanzaron hacia las matas en cuya hondura trémula acechaba o dormía el hombre secreto. Gritó un chajá; Tadeo Isidoro Cruz tuvo la impresión de haber vivido ya ese momento. El criminal salió de la guarida para pelearlos. Cruz lo entrevió, terrible; la crecida melena y la barba gris parecían comerle la cara. Un motivo notorio me veda referir la pelea. Básteme recordar que el desertor malhirió o mató a varios de los hombres de Cruz. Este, mientras combatía en la oscuridad (mientras su cuerpo combatía en la oscuridad), empezó a comprender. Comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro. Comprendió que las jinetas y el uniforme ya lo estorbaban. Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario; comprendió que el otro era él. Amanecía en la desaforada llanura; Cruz arrojó por tierra el quepis, gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra los soldados junto al desertor Martín Fierro.
Mi propósito no es repetir su historia. De los días y noches que la componen, sólo me interesa una noche; del resto no referiré sino lo indispensable para que esa noche se entienda. La aventura consta en un libro insigne; es decir, en un libro cuya materia puede ser todo para todos (1 Corintios 9:22), pues es capaz de casi inagotables repeticiones, versiones, perversiones. Quienes han comentado, y son muchos, la historia de Tadeo Isidoro, destacan el influjo de la llanura sobre su formación, pero gauchos idénticos a él nacieron y murieron en las selváticas riberas del Paraná y en las cuchillas orientales. Vivió, eso sí, en un mundo de barbarie monótona. Cuando, en 1874, murió de una viruela negra, no había visto jamás una montaña ni un pico de gas ni un molino. Tampoco una ciudad. En 1849, fue a Buenos Aires con una tropa del establecimiento de Francisco Xavier Acevedo; los troperos entraron en la ciudad para vaciar el cinto: Cruz, receloso, no salió de una fonda en el vecindario de los corrales. Pasó ahí muchos días, taciturno, durmiendo en la tierra, mateando, levantándose al alba y recogiéndose a la oración. Comprendió (más allá de las palabras y aun del entendimiento) que nada tenía que ver con él la ciudad. Uno de los peones, borracho, se burló de él. Cruz no le replicó, pero en las noches del regreso, junto al fogón, el otro menudeaba las burlas, y entonces Cruz (que antes no había demostrado rencor, ni siquiera disgusto) lo tendió de una puñalada Prófugo, hubo de guarecerse en un fachinal: noches después, el grito de un chajá le advirtió que lo había cercado la policía. Probó el cuchillo en una mata: poro que no le estorbaran en la de a pie, se quitó las espuelas. Prefirió pelear a entregarse. Fue herido en el antebrazo, en el hombro, en la mano izquierda; malhirió a los más bravos de la partida; cuando la sangre le corrió entre los dedos, peleó con más coraje que nunca; hacia el alba, mareado por la pérdida de sangre, lo desarmaron. El ejército, entonces, desempeñaba una función penal; Cruz fue destinado a un fortín de la frontera Norte. Como soldado raso, participó en las guerras civiles; a veces combatió por su provincia natal, a veces en contra. El veintitrés de enero de 1856, en las Lagunas de Cardoso, fue uno de los treinta cristianos que, al mando del sargento mayor Eusebio Laprida, pelearon contra doscientos indios. En esa acción recibió una herida de lanza.
En su oscura y valerosa historia abundan los hiatos. Hacia 1868 lo sabemos de nuevo en el Pergamino: casado o amancebado, padre de un hijo, dueño de una fracción de campo. En 1869 fue nombrado sargento de la policía rural. Había corregido el pasado; en aquel tiempo debió de considerarse feliz, aunque profundamente no lo era. (Lo esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche fundamental: la noche en que por fin vio su propia cara, la noche que por fin oyó su nombre. Bien entendida, esa noche agota su historia; mejor dicho, un instante de esa noche, un acto de esa noche, porque los actos son nuestro símbolo.) Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. Cuéntase que Alejandro de Macedonia vio reflejado su futuro de hierro en la fabulosa historia de Aquiles; Carlos XII de Suecia, en la de Alejandro. A Tadeo Isidoro Cruz, que no sabía leer, ese conocimiento no le fue revelado en un libro; se vio a sí mismo en un entrevero y un hombre. Los hechos ocurrieron así:
En los últimos días del mes de junio de 1870, recibió la orden de apresar a un malevo, que debía dos muertes a la justicia. Era éste un desertor de las fuerzas que en la frontera Sur mandaba el coronel Benito Machado en una borrachera, había asesinado a un moreno en un lupanar; en otra, a un vecino del partido de Rojas; el informe agregaba que procedía de la Laguna Colorada. En este lugar, hacía cuarenta años, habíanse congregado los montoneros para la desventura que dio sus carne a los pájaros y a los perros; de ahí salió Manuel Mesa, que fue ejecutado en la plaza de la Victoria, mientras los tambores sonaban para que no se oyera su ira; de ahí, el desconocido que engendró a Cruz y que pereció en una zanja, partido el cráneo por un sable de las batallas del Perú y del Brasil. Cruz había olvidado el nombre del lugar; con leve pero inexplicable inquietud lo reconoció... El criminal, acosado por los soldados, urdió a caballo un largo laberinto de idas y de venidas; éstos, sin embargo lo acorralaron la noche del doce de julio. Se había guarecido en un pajonal. La tiniebla era casi indescifrable; Cruz y ¡os suyos, cautelosos y a pie, avanzaron hacia las matas en cuya hondura trémula acechaba o dormía el hombre secreto. Gritó un chajá; Tadeo Isidoro Cruz tuvo la impresión de haber vivido ya ese momento. El criminal salió de la guarida para pelearlos. Cruz lo entrevió, terrible; la crecida melena y la barba gris parecían comerle la cara. Un motivo notorio me veda referir la pelea. Básteme recordar que el desertor malhirió o mató a varios de los hombres de Cruz. Este, mientras combatía en la oscuridad (mientras su cuerpo combatía en la oscuridad), empezó a comprender. Comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro. Comprendió que las jinetas y el uniforme ya lo estorbaban. Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario; comprendió que el otro era él. Amanecía en la desaforada llanura; Cruz arrojó por tierra el quepis, gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra los soldados junto al desertor Martín Fierro.
"El fin" de Jorge Luis Borges
El fin
(Artificios, 1944;
Ficciones, 1944)
(Artificios, 1944;
Ficciones, 1944)
Recabarren, tendido, entreabrió los ojos y vio el oblicuo cielo raso de junco. De la otra pieza le llegaba un rasgueo de guitarra, una suerte de pobrísimo laberinto que se enredaba y desataba infinitamente…
Recobró poco a poco la realidad, las cosas cotidianas que ya no cambiaría nunca por otras. Miró sin lástima su gran cuerpo inútil, el poncho de lana ordinaria que le envolvía las piernas. Afuera, más allá de los barrotes de la ventana, se dilataban la llanura y la tarde; había dormido, pero aun quedaba mucha luz en el cielo. Con el brazo izquierdo tanteó dar con un cencerro de bronce que había al pie del catre. Una o dos veces lo agitó; del otro lado de la puerta seguían llegándole los modestos acordes. El ejecutor era un negro que había aparecido una noche con pretensiones de cantor y que había desafiado a otro forastero a una larga payada de contrapunto. Vencido, seguía frecuentando la pulpería, como a la espera de alguien. Se pasaba las horas con la guitarra, pero no había vuelto a cantar; acaso la derrota lo había amargado. La gente ya se había acostumbrado a ese hombre inofensivo. Recabarren, patrón de la pulpería, no olvidaría ese contrapunto; al día siguiente, al acomodar unos tercio de yerba, se le había muerto bruscamente el lado derecho y había perdido el habla. A fuerza de apiadarnos de las desdichas de los héroes de la novelas concluímos apiadándonos con exceso de las desdichas propias; no así el sufrido Recabarren, que aceptó la parálisis como antes había aceptado el rigor y las soledades de América. Habituado a vivir en el presente, como los animales, ahora miraba el cielo y pensaba que el cerco rojo de la luna era señal de lluvia.
Un chico de rasgos aindiados (hijo suyo, tal vez) entreabrió la puerta. Recabarren le preguntó con los ojos si había algún parroquiano. El chico, taciturno, le dijo por señas que no; el negro no cantaba. El hombre postrado se quedó solo; su mano izquierda jugó un rato con el cencerro, como si ejerciera un poder.
La llanura, bajo el último sol, era casi abstracta, como vista en un sueño. Un punto se agitó en el horizonte y creció hasta ser un jinete, que venía, o parecía venir, a la casa. Recabarren vio el chambergo, el largo poncho oscuro, el caballo moro, pero no la cara del hombre, que, por fin, sujetó el galope y vino acercándose al trotecito. A unas doscientas varas dobló. Recabarren no lo vio más, pero lo oyó chistar, apearse, atar el caballo al palenque y entrar con paso firme en la pulpería.
Sin alzar los ojos del instrumento, donde parecía buscar algo, el negro dijo con dulzura:
—Ya sabía yo, señor, que podía contar con usted.
El otro, con voz áspera, replicó:
—Y yo con vos, moreno. Una porción de días te hice esperar, pero aquí he venido.
Hubo un silencio. Al fin, el negro respondió:
—Me estoy acostumbrando a esperar. He esperado siete años.
El otro explicó sin apuro:
—Más de siete años pasé yo sin ver a mis hijos.
Los encontré ese día y no quise mostrarme como un hombre que anda a las puñaladas.
—Ya me hice cargo —dijo el negro—. Espero que los dejó con salud.
El forastero, que se había sentado en el mostrador, se rió de buena gana. Pidió una caña y la paladeó sin concluirla.
—Les di buenos consejos —declaró—, que nunca están de más y no cuestan nada. Les dije, entre otras cosas, que el hombre no debe derramar la sangre del hombre.
Un lento acorde precedió la respuesta de negro:
—Hizo bien. Así no se parecerán a nosotros.
—Por lo menos a mí —dijo el forastero y añadió como si pensara en voz alta—: Mi destino ha querido que yo matara y ahora, otra vez, me pone el cuchillo en la mano.
El negro, como si no lo oyera, observó:
—Con el otoño se van acortando los días.
—Con la luz que queda me basta —replicó el otro, poniéndose de pie.
Se cuadró ante el negro y le dijo como cansado:
—Dejá en paz la guitarra, que hoy te espera otra clase de contrapunto.
Los dos se encaminaron a la puerta. El negro, al salir, murmuró:
—Tal vez en éste me vaya tan mal como en el primero.
El otro contestó con seriedad:
—En el primero no te fue mal. Lo que pasó es que andabas ganoso de llegar al segundo.
Se alejaron un trecho de las casas, caminando a la par. Un lugar de la llanura era igual a otro y la luna resplandecía. De pronto se miraron, se detuvieron y el forastero se quitó las espuelas. Ya estaban con el poncho en el antebrazo, cuando el negro dijo:
—Una cosa quiero pedirle antes que nos trabemos. Que en este encuentro ponga todo su coraje y toda su maña, como en aquel otro de hace siete años, cuando mató a mi hermano.
Acaso por primera vez en su diálogo, Martín Fierro oyó el odio. Su sangre lo sintió como un acicate. Se entreveraron y el acero filoso rayó y marcó la cara del negro.
Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una música… Desde su catre, Recabarren vio el fin. Una embestida y el negro reculó, perdió pie, amagó un hachazo a la cara y se tendió en una puñalada profunda, que penetró en el vientre. Después vino otra que el pulpero no alcanzó a precisar y Fierro no se levantó. Inmóvil, el negro parecía vigilar su agonía laboriosa. Limpió el facón ensangrentado en el pasto y volvió a las casas con lentitud, sin mirar para atrás. Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre.
Recobró poco a poco la realidad, las cosas cotidianas que ya no cambiaría nunca por otras. Miró sin lástima su gran cuerpo inútil, el poncho de lana ordinaria que le envolvía las piernas. Afuera, más allá de los barrotes de la ventana, se dilataban la llanura y la tarde; había dormido, pero aun quedaba mucha luz en el cielo. Con el brazo izquierdo tanteó dar con un cencerro de bronce que había al pie del catre. Una o dos veces lo agitó; del otro lado de la puerta seguían llegándole los modestos acordes. El ejecutor era un negro que había aparecido una noche con pretensiones de cantor y que había desafiado a otro forastero a una larga payada de contrapunto. Vencido, seguía frecuentando la pulpería, como a la espera de alguien. Se pasaba las horas con la guitarra, pero no había vuelto a cantar; acaso la derrota lo había amargado. La gente ya se había acostumbrado a ese hombre inofensivo. Recabarren, patrón de la pulpería, no olvidaría ese contrapunto; al día siguiente, al acomodar unos tercio de yerba, se le había muerto bruscamente el lado derecho y había perdido el habla. A fuerza de apiadarnos de las desdichas de los héroes de la novelas concluímos apiadándonos con exceso de las desdichas propias; no así el sufrido Recabarren, que aceptó la parálisis como antes había aceptado el rigor y las soledades de América. Habituado a vivir en el presente, como los animales, ahora miraba el cielo y pensaba que el cerco rojo de la luna era señal de lluvia.
Un chico de rasgos aindiados (hijo suyo, tal vez) entreabrió la puerta. Recabarren le preguntó con los ojos si había algún parroquiano. El chico, taciturno, le dijo por señas que no; el negro no cantaba. El hombre postrado se quedó solo; su mano izquierda jugó un rato con el cencerro, como si ejerciera un poder.
La llanura, bajo el último sol, era casi abstracta, como vista en un sueño. Un punto se agitó en el horizonte y creció hasta ser un jinete, que venía, o parecía venir, a la casa. Recabarren vio el chambergo, el largo poncho oscuro, el caballo moro, pero no la cara del hombre, que, por fin, sujetó el galope y vino acercándose al trotecito. A unas doscientas varas dobló. Recabarren no lo vio más, pero lo oyó chistar, apearse, atar el caballo al palenque y entrar con paso firme en la pulpería.
Sin alzar los ojos del instrumento, donde parecía buscar algo, el negro dijo con dulzura:
—Ya sabía yo, señor, que podía contar con usted.
El otro, con voz áspera, replicó:
—Y yo con vos, moreno. Una porción de días te hice esperar, pero aquí he venido.
Hubo un silencio. Al fin, el negro respondió:
—Me estoy acostumbrando a esperar. He esperado siete años.
El otro explicó sin apuro:
—Más de siete años pasé yo sin ver a mis hijos.
Los encontré ese día y no quise mostrarme como un hombre que anda a las puñaladas.
—Ya me hice cargo —dijo el negro—. Espero que los dejó con salud.
El forastero, que se había sentado en el mostrador, se rió de buena gana. Pidió una caña y la paladeó sin concluirla.
—Les di buenos consejos —declaró—, que nunca están de más y no cuestan nada. Les dije, entre otras cosas, que el hombre no debe derramar la sangre del hombre.
Un lento acorde precedió la respuesta de negro:
—Hizo bien. Así no se parecerán a nosotros.
—Por lo menos a mí —dijo el forastero y añadió como si pensara en voz alta—: Mi destino ha querido que yo matara y ahora, otra vez, me pone el cuchillo en la mano.
El negro, como si no lo oyera, observó:
—Con el otoño se van acortando los días.
—Con la luz que queda me basta —replicó el otro, poniéndose de pie.
Se cuadró ante el negro y le dijo como cansado:
—Dejá en paz la guitarra, que hoy te espera otra clase de contrapunto.
Los dos se encaminaron a la puerta. El negro, al salir, murmuró:
—Tal vez en éste me vaya tan mal como en el primero.
El otro contestó con seriedad:
—En el primero no te fue mal. Lo que pasó es que andabas ganoso de llegar al segundo.
Se alejaron un trecho de las casas, caminando a la par. Un lugar de la llanura era igual a otro y la luna resplandecía. De pronto se miraron, se detuvieron y el forastero se quitó las espuelas. Ya estaban con el poncho en el antebrazo, cuando el negro dijo:
—Una cosa quiero pedirle antes que nos trabemos. Que en este encuentro ponga todo su coraje y toda su maña, como en aquel otro de hace siete años, cuando mató a mi hermano.
Acaso por primera vez en su diálogo, Martín Fierro oyó el odio. Su sangre lo sintió como un acicate. Se entreveraron y el acero filoso rayó y marcó la cara del negro.
Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una música… Desde su catre, Recabarren vio el fin. Una embestida y el negro reculó, perdió pie, amagó un hachazo a la cara y se tendió en una puñalada profunda, que penetró en el vientre. Después vino otra que el pulpero no alcanzó a precisar y Fierro no se levantó. Inmóvil, el negro parecía vigilar su agonía laboriosa. Limpió el facón ensangrentado en el pasto y volvió a las casas con lentitud, sin mirar para atrás. Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre.
domingo, 1 de octubre de 2017
"Martín Fierro" de José Hernández.
Dejo dos enlaces que los envían a sitios de la Biblioteca Nacional que tiene información y videos sobre Martín Fierro.
http://trapalanda.bn.gov.ar/jspui/handle/item/6997
http://trapalanda.bn.gov.ar/jspui/handle/123456789/16636
http://trapalanda.bn.gov.ar/jspui/handle/item/6997
http://trapalanda.bn.gov.ar/jspui/handle/123456789/16636
jueves, 7 de septiembre de 2017
"Si esto es la vida, yo soy Caperucita Roja" de Luisa Valenzuela
“Si esto es la vida, yo soy Caperucita Roja”
de Luisa Valenzuela
Le dije toma nena, llévale esta canastita llena de cosas buenas a tu
abuelita. Abrígate que hace frío, le dije. No le dije ponte la capita colorada
que te tejió la abuelita porque esto último no era demasiado exacto. Pero
estaba implícito. Esa abuela no teje todavía. Aunque capita colorada hay, la
nena la ha estrenado ya y estoy segura de que se la va a poner porque le dije
que afuera hacía frío, y eso es cierto. Siempre hace frío, afuera, aun en los
más tórridos días de verano; la nena lo sabe y últimamente cuando sale se pone
su caperucita. Hace poco que usa su capita con capucha adosada, se la ve bien
de colorado, cada tanto, y de todos modos le guste o no le guste se la pone,
sabe dónde empieza la realidad y terminan los caprichos. Lo sabe aunque no
quiera: aunque diga que le duele la barriga. De lo otro la previne, también.
Siempre estoy previniendo y no me escucha. No la escucho, o apenas. Igual hube
de ponerme la llamada caperucita sin pensarlo dos veces y emprendí el camino
hacia el bosque. El camino que atravesará el bosque, el largo larguísimo camino
-así lo espero- que más allá del bosque me llevará a la cabaña de mi abuela.
Llegar hasta el bosque propiamente dicho me tomó tiempo. Al principio me
trepaba a cuanto árbol con posibilidades se me cruzaba en el camino. Eso me dio
una cierta visión de conjunto pero muy poca oportunidad de avance. Fue mamá
quien mencionó la palabra lobo. Yo la conozco pero no la digo. Yo trato de
cuidarme porque estoy alcanzando una zona del bosque con árboles muy grandes y
muy enhiestos. Por ahora los miro de reojo con la cabeza gacha. No, nena, dice
mamá. A mamá la escucho pero no la oigo. Quiero decir, a mamá la oigo pero no
la escucho. De lejos como en sordina. No nena eso le digo. Con tan magros
resultados. No. El lobo. Lo oigo, lo digo: no sirve de mucho. O sí: evito
algunas sendas muy abruptas o giros en el camino del bosque que pueden
precipitarme a los abismos. Los abismos -me temo- me van a gustar. Me gustan.
No nena. Pero si a vos también te gustan, mamá. Me gustan. El miedo.
Compartimos el miedo. Y quizá nos guste. Cuidado nena con el lobo feroz (es la
madre que habla). Es la madre que habla. La nena también habla y las voces se
superponen y se anulan. Cuidado ¿Con qué? ¿De quién? Cerca o lejos de esa voz
de madre que a veces oigo como si estuvieras en mí, voy por el camino
recogiendo alguna frutilla silvestre. La frutilla puede tener un gusto un poco
amargo detrás de la dulzura. No la meto en la canasta, la lamo, me la como.
Alguna semillita diminuta se me queda incrustada entre los dientes y después
añoro el gusto de esa exacta frutilla. No se puede volver para atrás. Al final
de la página se sabrá: al final del camino. Yo me echo a andar por sendas
desconocidas. El lobo se asoma a lo lejos entre los árboles, me hace señas a
veces obscenas. Al principio no entiendo muy bien y lo saludo con la mano.
Igual me asusto. Igual sigo avanzando. Esa tierna viejecita hacia la que nos
encaminamos es la abuela. Tiene los cabellos blancos, un chal sobre los hombros
y teje y teje en su dulce cabaña de troncos. Teje la añoranza de lo rojo, teje
la caperuza para mí, para la niña que a lo largo de este largo camino será niña
mientras la madre espera en la otra punta del bosque al resguardo en su casa de
ladrillos donde todo parece seguro y ordenado y la pobre madre hace lo que
puede. Se aburre. Avanzando por su camino umbroso Caperucita, como la
llamaremos a partir de ahora, tiene poca ocasión de aburrimiento y mucha
posibilidad de desencanto. La vida es decepcionante, llora fuera del bosque un
hombre o más bien lagrimea y Caperucita sabe de ese hombre que citando una
vieja canción lagrimea quizá a causa del alcohol o más bien a causa de las
lágrimas: incoloras, inodoras, salobres eso sí, lágrimas que por adelantado
Caperucita va saboreando en su forestal camino mucho antes de toparse con los
troncos más rugosos. No son troncos lo que ella busca por ahora. Busca dulces y
coloridos frutos para llevarse a la boca o para meter en su canastita, esa
misma que colgada de su brazo transcurre por el tiempo para lograr -si logra-
cumplir su destino de ser depositada a los pies de la abuela. Y la abuela
saboreará los frutos que le llegarán quizá un poco marchitos, contará las
historias. De amor, como corresponde, las historias, tejidas por ella con
cuidado y a la vez con cierta desprolijidad que podemos llamar inspiración, o
gula. La abuela también va a ser osada, la abuela también le está abriendo al
lobo la puerta en este instante. Porque siempre hay un lobo. Quizá sea el mismo
lobo, quizá a la abuela le guste, o le haya tomado cariño ya, o acabará por
aceptarlo. Caperucita al avanzar sólo oye la voz de la madre como si fuera parte
de su propia voz pero en tono más grave: Cuidado con el lobo, le dice esa voz
materna. Como si ella no supiera. Y cada tanto el lobo asoma su feo morro
peludo. Al principio es discreto, después poco a poco va tomando confianza y va
dejándose entrever, a veces asoma una pata como garra y otras una sonrisa falsa
que le descubre los colmillos. Caperucita no quiere ni pensar en el lobo.
Quiere ignorarlo, olvidarlo. No puede. El lobo no tiene voz, sólo un gruñido, y
ya está llamándola a Caperucita en el primer instante de distracción por la
senda del bosque. Bella niña, le dice. A todas les dirás lo mismo, lobo. Soy
sólo tuyo, niña, Caperucita, hermosa. Ella no le cree. Al menos no puede creer
la primera parte: puede que ella sea hermosa, sí, pero el lobo es ajeno. Mi
madre me ha prevenido, me previene: cuídate del lobo, mi tierna niñita cándida,
inocente, frágil, vestidita de rojo. ¿Por qué me mandó al bosque, entonces?
¿Por qué es inevitable el camino que conduce a la abuela? La abuela es la que
sabe, la abuela ya ha recorrido ese camino, la abuela se construyó su choza de
propia mano y después si alguien dice que hay un leñador no debemos creerle. La
presencia del leñador es pura interpretación moderna. El bosque se va haciendo
tropical, el calor se deja sentir, da ganas por momentos de arrancarse la capa
o más bien arrancarse el resto de la ropa y envuelta sólo en la capa que está
adquiriendo brillos en sus pliegues revolcarse sobre el refrescante musgo. Hay
frutas tentadoras por estas latitudes. Muchas al alcance de la mano. Hay
hombres como frutas: los hay dulces, sabrosos, jugosos, urticantes. Es cuestión
de irlos probando de a poquito. ¿Cuántos sapos habrá que besar hasta dar con el
príncipe? ¿Cuántos lobos, pregunto, nos tocarán en vida? Lobo tenemos uno solo.
Quienes nos tocan son apenas su sombra. ¿Dónde vas, Caperucita con esa
canastita tan abierta, tan llena de promesas?, me pregunta el lobo relamiéndose
las fauces. Andá a cagar, le contesto, porque me siento grande, envalentonada.
Y reanudo mi viaje. El bosque tan rico en posibilidades parece inofensivo.
Madre me dijo cuidado con el lobo, y me mandó al bosque. Ha transcurrido mucho
camino desde ese primer paso y sin embargo, sin embargo me lo sigue diciendo
cada tanto, a veces muy despacio, al oído, a veces pegándome un grito que me
hace dar un respingo y me detiene un rato. Me quedo temblando, agazapada en lo
posible bajo alguna hoja gigante, protectora, de ésas que a veces se encuentran
por el bosque tropical y los nativos usan para resguardarse de la lluvia.
Llueve mucho en esta zona y una puede llegar a sentirse muy sola, sobre todo
cuando la voz de madre previene contra el lobo y el lobo anda por ahí y a una
se le despierta el miedo. Es prudencia, le dicen. Por suerte a veces puede
aparecer alguno que desata ese nudo. Esta fruta sí que me la como, le pego mi
tarascón y a la vez la meto con cuidado en la canasta para dársela a abuela.
Madre sonríe, yo retozo y me relamo. Quizá el lobo también. Alguna hilacha de
mi roja capa se engancha en una rama y al tener que partir lloro y llora mi
capa roja, algo desgarrada. Después logro avanzar un poco, chiflando bajito,
haciéndome la desentendida, sin abandonar en ningún momento mi canasta. Si
tengo que cargarla la cargo y trato de que no me pese demasiado. No por eso
dejo ni dejaré de irle incorporando todo aquello que pueda darle placer a
abuela. Ella sabe. Pero el placer es sobre todo mío. Mi madre en cambio me
previene, me advierte, me reconviene y me apostrofa. Igual me mandó al bosque.
Parece que abuelita es mi destino mientras madre se queda en casa cerrándole la
puerta al lobo. El lobo insiste en preguntarme dónde voy y yo suelo decirle la
verdad, pero no cuento qué camino he de tomar ni qué cosas haré en ese camino
ni cuánto habré de demorarme. Tampoco yo lo sé, si vamos al caso, sólo sé -y no
se lo digo- que no me disgustan los recovecos ni las grutas umbrosas si
encuentro compañía, y algunas frutas cosecho en el camino y hasta quizá
florezca, y mi madre me dice sí, florecer florece pero ten cuidado. Con el
lobo, me dice, cuidado con el lobo y yo ya tengo la misma voz de madre y es la
voz que escuché desde un principio: toma nena, llévale esta canastilla,
etcétera. Y ten cuidado con el lobo. ¿Y para eso me mandó al bosque? El lobo no
parece tan malo. Parece domesticable, a veces. El rojo de mi capa se hace
radiante al sol de mediodía. Y es mediodía en el bosque y voy a disfrutarlo. A
veces aparece alguno que me toma de la mano, otro a veces me empuja y sale
corriendo; puede llegar a ser el mismo. El lobo gruñe, despotrica, impreca, yo
sólo lo oigo cuando aúlla de lejos y me llama. Atiendo ese llamado. A medida
que avanzó en el camino más atiendo ese llamado y más miedo me da. El lobo. A
veces para tentarlo me pongo piel de oveja. A veces me le acerco a propósito y
lo azuzo. Búúú, lobo, globo, bobo, le grito. Él me desprecia. A veces cuando
duermo sola en medio del bosque siento que anda muy cerca, casi encima, y me
transmite escozores nada desagradables. A veces con tal de no sentirlo duermo
con el primer hombre que se me cruza, cualquier desconocido que parezca
sabroso. Y entonces al lobo lo siento más que nunca. No siempre me repugna,
pero madre me grita.
Cierta tarde de plomo, muy bella, me detuve frente a un acerado estanque a mirar las aves blancas. Gaviotas en pleno vuelo a ras del agua, garzas en una pata esbeltas contra el gris del paisaje, realzadas en la niebla. Quizá me demoré demasiado contemplando. El hecho es que al retomar camino encontré entre las hojas uno de esos clásicos espejos. Me agaché, lo alcé y no pude menos que dirigirle la ya clásica pregunta: espejito, espejito, ¿quién es la más bonita? ¡Tu madre, boluda! Te equivocaste de historia -me contestó el espejo. ¿Equivocarme, yo? Lo miré fijo, al espejo, desafiándolo, y vi naturalmente el rostro de mi madre. No le había pasado ni un minuto, igualita estaba al día cuando me fletó al bosque camino a lo de abuela. Sólo le sobraba ese rasguño en la frente que yo me había hecho la noche anterior con una rama baja. Eso, y unas arrugas de preocupación, más mías que de ella. Me reí, se rió, nos reímos, me reí de este lado y del otro lado del espejo, todo pareció más libre, más liviano; por ahí hasta rió el espejo. Y sobre todo el lobo. Desde ese día lo llamo Pirincho, al lobo. Cuando puedo. Cuando me animo. Al espejo lo dejé donde lo había encontrado. También él estaba cumpliendo una misión, el pobre: que se embrome, por lo tanto, que siga laburando. Me alejé sin echarle ni un vistazo al reflejo de mi bella capa que parece haber cobrado un nuevo señorío y se me ciñe al cuerpo. Ahora madre y yo vamos como tomadas de la mano, del brazo, del hombro. Consustanciadas. Ella cree saber, yo avanzo. Ella puede ser la temerosa y yo la temeraria. Total, la madre soy yo y desde mí mandé a mí-niña al bosque. Lo sé, de inmediato lo olvido y esa voz de madre vuelve a llegarme desde afuera. De esta forma hemos avanzado mucho. Yo soy Caperucita. Soy mi propia madre, avanzo hacia la abuela, me acecha el lobo. ¿Y en ese bosque no hay otros animales?, me preguntan los desprevenidos. Por supuesto que sí. Los hay de toda laya, de todo color, tamaño y contextura. Pero el susodicho es el peor de todos y me sigue de cerca, no me pierde pisada. Hay bípedos implumes muy sabrosos; otros que prometen ser sabrosos y después resultan amargos o indigestos. Hay algunos que me dejan con hambre. La canastita se me habría llenado tiempo atrás si no fuera como un barril sin fondo. Abuela va a saber apreciarlo. Alguno de los sabrosos me acompaña por tramos bastante largos. Noto entonces que el bosque poco a poco va cambiando de piel. Tenemos que movernos entre cactus de aguzadas espinas o avanzar por pantanos o todo se vuelve tan inocuo que me voy alejando del otrora sabroso, sin proponérmelo, y de golpe me encuentro de nuevo avanzando a solas en el bosque de siempre. Uno que yo sé se agita, me revuelve las tripas. Pirincho. Mi lobo. Parece que la familiaridad no le cae en gracia. Se me ha alejado. A veces lo oigo aullar a la distancia y lo extraño. Creo que hasta lo he llamado en alguna oportunidad, sobre todo para que me refresque la memoria. Porque ahora de tarde en tarde me cruzo con alguno de los sabrosos y a los pocos pasos lo olvido. Nos miramos a fondo, nos gustamos, nos tocamos la punta de los dedos y después ¿qué?, yo sigo avanzando como si tuviera que ir a alguna parte, como si fuera cuestión de apurarse, y lo pierdo. En algún recodo del camino me olvido de él, corro un ratito y ya no lo tengo más a mi lado. No vuelvo atrás para buscarlo. Y era alguien con quien hubiera podido ser feliz, o al menos vibrar un poco. Ay, lobo, lobo, ¿dónde te habrás metido? Me temo que esto me pasa por haberle confesado adónde iba. Pero se lo dije hace tanto, éramos inocentes… Por un camino tan intenso como éste, tan vital, llegar a destino no parece atractivo. ¿Estará la casa de abuelita en el medio del bosque o a su vera? ¿Se acabará el bosque donde empieza mi abuela? ¿Tejerá ella con lianas o con fibras de algodón o de lino? ¿Me podrá zurcir la capa? Tantas preguntas. No tengo apuro por llegar y encontrar respuestas, si las hay. Que espere, la vieja; y vos, madre, disculpáme. Tu misión la cumplo pero a mi propio paso. Eso sí, no he abandonado la canasta ni por un instante. Sigo cargando tus vituallas enriquecidas por las que le fui añadiendo en el camino, de mi propia cosecha. Y ya que estamos, decíme, madre: la abuela, ¿a su vez te mandó para allá, al lugar desde donde zarpé? ¿Siempre tendremos que recorrer el bosque de una punta a la otra? Para eso más vale que nos coma el lobo en el camino. ¿Lobo está? ¿Dónde está? Sintiéndome abandonada, con los ojos llenos de lágrimas, me detengo a remendar mi capa ya bastante raída. A estas alturas el bosque tiene más espinas que hojas. Algunas me son útiles: si antes me desgarraron la capa, ahora a modo de alfileres que mantengan unidos los jirones. Con la capa remendada, suelta, corro por el bosque y es como si volara y me siento feliz. Al verme pasar así, alguno de los desprevenidos pega un manotón pretendiendo agarrarme de la capa, pero sólo logra quedarse con un trozo de tela que alguna vez fue roja. A mí ya no me importa. La mano no me importa ni me importa mi capa. Sólo quiero correr y desprenderme. Ya nadie se acuerda de mi nombre. Ya habrán salido otras caperucitas por el bosque a juntar sus frutillas. No las culpo. Alguna hasta quizá haya nacido de mí y yo en alguna parte debo de estarle diciendo: nena, niñita hermosa, llévale esta canastita a tu abuela que vive del otro lado del bosque. Pero ten cuidado con el lobo. Es el Lobo Feroz. ¡Feroz! ¡Es como para morirse de la risa! Feroz era mi lobo, el que se me ha escapado. Las caperucitas de hoy tienen lobos benignos, incapaces. Ineptos. No como el mío, reflexiono, y creo recordar el final de la historia. Y por eso me apuro. El bosque ya no encierra secretos para mí aunque me reserva cada tanto alguna sorpresita agradable. Me detengo el tiempo necesario para incorporarla a mi canasta y nada más. Sigo adelante. Voy en pos de mi abuela (al menos eso creo). Y cuando por fin llego a la puerta de su prolija cabaña hecha de troncos, me detengo un rato ante el umbral para retomar aliento. No quiero que me vea así con la lengua colgante, roja como supo ser mi caperuza, no quiero que me vea con los colmillos al aire y la baba chorreándome de las fauces. Tengo frío, tengo los pelos ásperos y erizados, no quiero que me vea así, que me confunda con otro. En el dintel de mi abuela me lamo las heridas, aúllo por lo bajo, me repongo y recompongo. No quiero asustar a la dulce ancianita: el camino ha sido arduo, doloroso por momentos, por momentos sublime. Me voy alisando la pelambre para que no se me note lo sublime. Traigo la canasta llena. Y todo para ella. Que una mala impresión no estropee tamaño sacrificio. Dormito un rato tendida frente a su puerta pero el frío de la noche me decide a golpear. Y entro. Y la noto a abuelita muy cambiada. Muy, pero muy cambiada. Y eso que nunca la había visto antes. Ella me saluda, me llama, me invita. Me invita a meterme en la cama, a su lado. Acepto la invitación. La noto cambiada pero extrañamente familiar. Y cuando voy a expresar mi asombro, una voz en mí habla como si estuviera repitiendo algo antiquísimo y comenta: -Abuelita, qué orejas tan grandes tienes, abuelita, qué ojos tan grandes, qué nariz tan peluda (sin ánimos de desmerecer a nadie). Y cuando abro la boca para mencionar su boca que a su vez se va abriendo, acabo por reconocerla. La reconozco, lo reconozco, me reconozco. Y la boca traga y por fin somos una. Calentita.
Cierta tarde de plomo, muy bella, me detuve frente a un acerado estanque a mirar las aves blancas. Gaviotas en pleno vuelo a ras del agua, garzas en una pata esbeltas contra el gris del paisaje, realzadas en la niebla. Quizá me demoré demasiado contemplando. El hecho es que al retomar camino encontré entre las hojas uno de esos clásicos espejos. Me agaché, lo alcé y no pude menos que dirigirle la ya clásica pregunta: espejito, espejito, ¿quién es la más bonita? ¡Tu madre, boluda! Te equivocaste de historia -me contestó el espejo. ¿Equivocarme, yo? Lo miré fijo, al espejo, desafiándolo, y vi naturalmente el rostro de mi madre. No le había pasado ni un minuto, igualita estaba al día cuando me fletó al bosque camino a lo de abuela. Sólo le sobraba ese rasguño en la frente que yo me había hecho la noche anterior con una rama baja. Eso, y unas arrugas de preocupación, más mías que de ella. Me reí, se rió, nos reímos, me reí de este lado y del otro lado del espejo, todo pareció más libre, más liviano; por ahí hasta rió el espejo. Y sobre todo el lobo. Desde ese día lo llamo Pirincho, al lobo. Cuando puedo. Cuando me animo. Al espejo lo dejé donde lo había encontrado. También él estaba cumpliendo una misión, el pobre: que se embrome, por lo tanto, que siga laburando. Me alejé sin echarle ni un vistazo al reflejo de mi bella capa que parece haber cobrado un nuevo señorío y se me ciñe al cuerpo. Ahora madre y yo vamos como tomadas de la mano, del brazo, del hombro. Consustanciadas. Ella cree saber, yo avanzo. Ella puede ser la temerosa y yo la temeraria. Total, la madre soy yo y desde mí mandé a mí-niña al bosque. Lo sé, de inmediato lo olvido y esa voz de madre vuelve a llegarme desde afuera. De esta forma hemos avanzado mucho. Yo soy Caperucita. Soy mi propia madre, avanzo hacia la abuela, me acecha el lobo. ¿Y en ese bosque no hay otros animales?, me preguntan los desprevenidos. Por supuesto que sí. Los hay de toda laya, de todo color, tamaño y contextura. Pero el susodicho es el peor de todos y me sigue de cerca, no me pierde pisada. Hay bípedos implumes muy sabrosos; otros que prometen ser sabrosos y después resultan amargos o indigestos. Hay algunos que me dejan con hambre. La canastita se me habría llenado tiempo atrás si no fuera como un barril sin fondo. Abuela va a saber apreciarlo. Alguno de los sabrosos me acompaña por tramos bastante largos. Noto entonces que el bosque poco a poco va cambiando de piel. Tenemos que movernos entre cactus de aguzadas espinas o avanzar por pantanos o todo se vuelve tan inocuo que me voy alejando del otrora sabroso, sin proponérmelo, y de golpe me encuentro de nuevo avanzando a solas en el bosque de siempre. Uno que yo sé se agita, me revuelve las tripas. Pirincho. Mi lobo. Parece que la familiaridad no le cae en gracia. Se me ha alejado. A veces lo oigo aullar a la distancia y lo extraño. Creo que hasta lo he llamado en alguna oportunidad, sobre todo para que me refresque la memoria. Porque ahora de tarde en tarde me cruzo con alguno de los sabrosos y a los pocos pasos lo olvido. Nos miramos a fondo, nos gustamos, nos tocamos la punta de los dedos y después ¿qué?, yo sigo avanzando como si tuviera que ir a alguna parte, como si fuera cuestión de apurarse, y lo pierdo. En algún recodo del camino me olvido de él, corro un ratito y ya no lo tengo más a mi lado. No vuelvo atrás para buscarlo. Y era alguien con quien hubiera podido ser feliz, o al menos vibrar un poco. Ay, lobo, lobo, ¿dónde te habrás metido? Me temo que esto me pasa por haberle confesado adónde iba. Pero se lo dije hace tanto, éramos inocentes… Por un camino tan intenso como éste, tan vital, llegar a destino no parece atractivo. ¿Estará la casa de abuelita en el medio del bosque o a su vera? ¿Se acabará el bosque donde empieza mi abuela? ¿Tejerá ella con lianas o con fibras de algodón o de lino? ¿Me podrá zurcir la capa? Tantas preguntas. No tengo apuro por llegar y encontrar respuestas, si las hay. Que espere, la vieja; y vos, madre, disculpáme. Tu misión la cumplo pero a mi propio paso. Eso sí, no he abandonado la canasta ni por un instante. Sigo cargando tus vituallas enriquecidas por las que le fui añadiendo en el camino, de mi propia cosecha. Y ya que estamos, decíme, madre: la abuela, ¿a su vez te mandó para allá, al lugar desde donde zarpé? ¿Siempre tendremos que recorrer el bosque de una punta a la otra? Para eso más vale que nos coma el lobo en el camino. ¿Lobo está? ¿Dónde está? Sintiéndome abandonada, con los ojos llenos de lágrimas, me detengo a remendar mi capa ya bastante raída. A estas alturas el bosque tiene más espinas que hojas. Algunas me son útiles: si antes me desgarraron la capa, ahora a modo de alfileres que mantengan unidos los jirones. Con la capa remendada, suelta, corro por el bosque y es como si volara y me siento feliz. Al verme pasar así, alguno de los desprevenidos pega un manotón pretendiendo agarrarme de la capa, pero sólo logra quedarse con un trozo de tela que alguna vez fue roja. A mí ya no me importa. La mano no me importa ni me importa mi capa. Sólo quiero correr y desprenderme. Ya nadie se acuerda de mi nombre. Ya habrán salido otras caperucitas por el bosque a juntar sus frutillas. No las culpo. Alguna hasta quizá haya nacido de mí y yo en alguna parte debo de estarle diciendo: nena, niñita hermosa, llévale esta canastita a tu abuela que vive del otro lado del bosque. Pero ten cuidado con el lobo. Es el Lobo Feroz. ¡Feroz! ¡Es como para morirse de la risa! Feroz era mi lobo, el que se me ha escapado. Las caperucitas de hoy tienen lobos benignos, incapaces. Ineptos. No como el mío, reflexiono, y creo recordar el final de la historia. Y por eso me apuro. El bosque ya no encierra secretos para mí aunque me reserva cada tanto alguna sorpresita agradable. Me detengo el tiempo necesario para incorporarla a mi canasta y nada más. Sigo adelante. Voy en pos de mi abuela (al menos eso creo). Y cuando por fin llego a la puerta de su prolija cabaña hecha de troncos, me detengo un rato ante el umbral para retomar aliento. No quiero que me vea así con la lengua colgante, roja como supo ser mi caperuza, no quiero que me vea con los colmillos al aire y la baba chorreándome de las fauces. Tengo frío, tengo los pelos ásperos y erizados, no quiero que me vea así, que me confunda con otro. En el dintel de mi abuela me lamo las heridas, aúllo por lo bajo, me repongo y recompongo. No quiero asustar a la dulce ancianita: el camino ha sido arduo, doloroso por momentos, por momentos sublime. Me voy alisando la pelambre para que no se me note lo sublime. Traigo la canasta llena. Y todo para ella. Que una mala impresión no estropee tamaño sacrificio. Dormito un rato tendida frente a su puerta pero el frío de la noche me decide a golpear. Y entro. Y la noto a abuelita muy cambiada. Muy, pero muy cambiada. Y eso que nunca la había visto antes. Ella me saluda, me llama, me invita. Me invita a meterme en la cama, a su lado. Acepto la invitación. La noto cambiada pero extrañamente familiar. Y cuando voy a expresar mi asombro, una voz en mí habla como si estuviera repitiendo algo antiquísimo y comenta: -Abuelita, qué orejas tan grandes tienes, abuelita, qué ojos tan grandes, qué nariz tan peluda (sin ánimos de desmerecer a nadie). Y cuando abro la boca para mencionar su boca que a su vez se va abriendo, acabo por reconocerla. La reconozco, lo reconozco, me reconozco. Y la boca traga y por fin somos una. Calentita.
sábado, 8 de julio de 2017
martes, 27 de junio de 2017
domingo, 25 de junio de 2017
Documental de System of a Down
Documental en el que intervienen los integrantes de System of a Down, banda de rock/metal de origen armenio. Fue realizado en conmemoración del 90° aniversario del Genocidio contra el pueblo armenio.
Sobre "El diario de Ana Frank"
Enlace que reenvía a la página de Educ.ar. Contiene información y fragmentos del Diario de Ana Frank.
http://anafrank.educ.ar/archivos/6c.html
http://anafrank.educ.ar/archivos/6c.html
domingo, 2 de abril de 2017
"Ante la ley" de Franz Kafka
Ante la ley
[Cuento - Texto completo.]
Franz Kafka
Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar.
-Tal vez -dice el centinela- pero no por ahora.
La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice:
-Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera.
El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene más esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta.
Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice:
-Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo.
Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo murmura para sí. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino.
-¿Qué quieres saber ahora? -pregunta el guardián-. Eres insaciable.
-Todos se esfuerzan por llegar a la Ley -dice el hombre-; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?
El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora:
-Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla.
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